Prefacio
Mi nombre es Karym Urdaneta, es un placer conocerte:
Si estuviera junto a ti, te ofrecería un puesto a la mesa, te compartiría un café y escucharías mi voz. Podría verte a los ojos, y con solo verme de vuelta sabrías que mis palabras son ciertas. Esta historia es verdadera, aunque de a ratos quisiera no lo fuera y créeme, cuando termine de contarla, tú querrás lo mismo. Pero no nos anticipemos, es mejor ir poco a poco.
Quiero primero hablarte de Riguito, mi hermano. Ya lo irás conociendo si es que aún no sabes de él ¡No te imaginas lo maravilloso que es! Quiero contarte cómo pone la voz cuando me está echando broma. Quisiera poder mostrártelo con la misma claridad con la que se me aparece de repente en la cocina, narrarte cada una de sus facetas: pintar acá al padre formidable, y allá al amigo que escucha atento. En todos lados sus abrazos, en todas partes su entrega.
Hoy se cumple un año, y siento que el calendario se alteró de una forma indescriptible, como si se hubiese rasgado muy fuerte; y aunque la palabra “tiempo” continúe igual, ya no significa lo mismo. Trescientos sesenta y tantos días y aún cuesta un poco tragar a veces. Creo que él lo sabe muy bien, se da cuenta, y por eso viene a conversar cada tanto.
Dejo caer en el papel cada una de las palabras que pronuncio, se alzan hacia tus ojos y continuarán hacia el viento; procurando aliviar un poco el dolor en el corazón de una madre, acariciar los rostros de sus hijos y abrazar nuestro llanto, el de todos; el de tantos, tan mezclados entre amigos y hermanos.
Entonces pienso en ellas, en las palabras, como un hilo que se mueve libre a través del tiempo y la distancia; va pasando por tantos cuerpos, por tantas almas, uniendo, juntando, acercando cada vez más los corazones. Porque en el fondo sé que, aunque distintos, somos un mismo tejido. Con los ojos cerrados, sonrío un poco y siento que también es de Rigo mi sonrisa, de Riguito; nuestra risa, que como brisa suave suspira meciendo las hojas de las palmas.
Ahora te dejaré un espacio para que leas con calma. Tómate tu tiempo. Estoy segura que coincidiremos pronto, tejiendo esta historia que seguirá lentamente emergiendo desde las profundidades, convirtiéndose en la tierra firme donde podremos anunciar paz y perdón, y entonces por fin, comenzar de nuevo.
-.-
De sombras y palmas
Nadie nunca te lo explica. No hay una charla introductoria de esas donde te pasan unos volantes, vos agarráis uno, pasáis el resto y luego lo vas leyendo y hacéis como si entendieras, aunque no entendáis media verga. No, aquí no hay nada de eso.
Uno piensa que de repente le aparecerá un coño con una lámpara a decirle –dele por ahí, mi hermano. Pero al principio no hay nada ni nadie. No hay día, no hay noche, ni espacio, ni tiempo, ni un coñísimo de la madre; por eso es tan difícil caer en cuenta. Quizás cuando uno nace sea lo mismo, a lo mejor por eso lloran los carajitos. A mí también me dio la bienvenida el llanto.
La escena se repitió varias veces, como en un loop larguísimo. Hasta que, por fin, de tanto ver a Carmen herida y a mi Vicky llorando desconsolada, lo entendí. Yo me llamo Rigoberto José Urdaneta; yo me llamaba Rigoberto José Urdaneta… yo estoy muerto.
Recuerdo el día en que empezó esto. Es curioso hablar de un principio, cuando me refiero más bien a un “final”. Creo que por eso dicen que estas cosas no se pueden explicar. Pero no está de más hacer el intento. Total… tiempo me sobra. A diferencia de los que todavía caminan por allá, que parece que tuvieran el cronómetro siempre activo, siempre en cuenta regresiva, casi nunca aprovechando un instante para respirar. Ay… respirar, ¡qué maravilla! Uno aprende a valorar muy tarde a veces.
Total que ese miércoles me desperté por última vez, y obviamente no tenía idea; como tampoco la ha tenido nadie nunca. Eso de que algunos saben, es mentira, pura paja. A mí no me van a caer a cuento.
Aunque, sí, meses atrás puede que lo haya sentido, pero ¿quién quiere pararse a pensar en que se va a morir? ¡La pinga! ¿Quién va a poder vivir sabiendo que tiene a la pelona viéndolo de reojo? Respirándole en la nuca porque a alguien se le antojó que uno debe salir de la partida cuanto antes.
¡Qué vaina! Uno que trabaja, le echa bolas toda la vida, procura hacer el bien y de golpe salta un loco que se cree con la potestad de pagar unos cobres y señalar con el dedo, como si fuera a comprar una vaina. Bueno, sí. Sí se compró algo: el aire que me quedaba por respirar el resto de mi vida.
Es curioso como a veces algunas cosas ocurren solo un poco fuera de tiempo. Ese día fuimos a ver camionetas blindadas; vergación de atino, papi, que justamente los coños…
Una cosa es clara: la razón por la que debo continuar aquí… Miento, no sé cómo algo puede ser claro en estas circunstancias, pero tengo fe en Dios; sí, más vale tener fe después de la muerte, it comes in handy, you´ll see. De ese descanso eterno no sé mucho, capaz eso viene después.
Estoy aquí y de repente me provoca hablar de la vida, vergas de uno. Pero, ¿vos sabéis lo irónico que es para un muerto hablar de la vida? Aunque sigue siendo mejor que esos güevones que echan cuentos de la muerte y te explican un verguero que nada tiene que ver con estar aquí donde estoy yo. No, qué va papá, nadie puede hablar de esto.
¿Cómo cuento yo que esta vaina no se termina? Si ni siquiera yo mismo lo entiendo. Pero… ahora es que queda camino. Hay algo que sin cesar me recuerda que aún hay trabajo por hacer; es como cuando amaneces con una canción en la cabeza y te acompaña todo el día, vos sabéis. Cuando te estás bañando, cocinando el almuerzo, atendiendo una llamada de papi…
Trabajo, trabajo. Tanto trabajo que quedó pendiente por allá, ufff, me pican las manos por correr esta cortina y asomarme a ver cómo va eso del otro lado. Echarle un ojito a la empresa, una manito a mi Karym y par de besos a mi vieja: uno en la frente (sí, esos le gustan) y otro en el recuerdo herido que le queda de mí. Ay, mami, me hacéis una falta, vos no te imagináis cuánto. Porque aunque te vea, vos no me podéis ver, pero sé que me sientes. Muy desde el fondo, me sientes.
Y ahora siento yo que debo contar lo que está pasando. O quizás sea mejor dejar que otro lo cuente, así puedo sentarme a tu lado y leemos juntos, haciéndonos compañía. Yo estaré a ambos lados de las palabras, dentro y fuera del umbral; porque todo está más entrelazado de lo que nos han contado.
La puerta siempre entreabierta
Rigoberto caminó por la acera, con la mente deambulando en todos los asuntos pendientes que se le acercaban como aves buscando alimento. Uno llevaba impreso el nombre de su hermana menor. Empezó entonces a acariciar su imagen, susurrando a su oído tantos «te amo» pendientes. Tras cada caricia, se fue levantando por la leve brisa que empezaba a soplar. Se sintió entonces transportado por una fuerza innombrable, cada vez más intensa, a través del tiempo y el espacio, hasta la ventana de una habitación. Adentro, Karym sollozaba.
Hablando frente a la cámara de un celular, su hermana procedía a nombrar hechos pasados, enumerando verdades que brotaban de su ser con la fuerza de mil truenos rompiendo el aire a su paso.
Se quedó contemplándola un instante, viendo las lágrimas cubrir poco a poco su rostro. Palabra a palabra, Karym abalanzaba su cuerpo hacia el lente de la cámara. Tantas emociones guardadas en su pecho habían estallado, y eran ahora un río de lamentos que imploraban respuestas
-No puedo permitir que termine así ¡Por favor, ayúdame a que esto tenga un final feliz! ¡Ya perdimos a Riguito! ¡No quiero que se derrame más sangre, por favor!
Se abrió paso el llanto, cesaron las palabras. Luego, un silencio largo y pesado. Entonces se acercó al teléfono y detuvo el video que había grabado como una carta desesperada. Karym se quebró de rodillas frente a la mesa con la cabeza entre las manos, cediendo a la gravedad.
Rigo atravesó la ventana, luego el cuerpo de su hermana, y dio media vuelta hasta quedar frente a ella. Sus manos etéreas rodearon su rostro, limpiando la estela que las lágrimas habían dejado en su aura.
-¡Karym! -le dijo, usando la voz que solía poner cuando bromeaban-. ¡Todo va a estar bien! Confía, mami.
Karym no le escuchó.
A Rigo le bastó con estar a su lado, acompañándola en silencio.
Poco tiempo le tomó notar que otra presencia ocupaba el mismo espacio. Fueron entonces tres en la habitación: dos personas -una que aún respiraba, otra que ya había abandonado la costumbre de llevar un cuerpo-, y aquella sombra que parecía reptar de forma horizontal, como arrastrándose por las paredes.
Rigo se mantuvo al lado de Karym, tan celador como sereno, hasta que las lágrimas cesaron. Besó su frente y la vio alejarse hasta salir de la habitación.
Sus ojos buscaron entonces aquella sombra que había observado, con la curiosidad impasible de aquellos que ya han atravesado el umbral de la vida. La sombra parecía haberse desvanecido por completo.
Desde la sala, la voz de Karym contaba que habían tomado la finca de la familia –donde habían sembrado palmas y producido aceite desde hacía tantos años. Hablaba de hombres armados entrando a la fuerza, recordaba el trabajo de tantos años. Hablaba también del pueblo, de Santa Bárbara. Entonces, como si de una invocación se tratase, la sombra emergió desde un rincón oscuro de la habitación, y su silueta discurrió de nuevo por la pared. Parecía que, aquello que suponían ser sus extremidades, se moviesen impulsadas por un hambre atroz, con espasmos que quedarían grabados a fuego en las pesadillas de cualquier mortal que tuviese el infortunio de contemplarlos.
La sombra se abalanzó hacia afuera desde la ventana, hundiéndose en la oscuridad decorada por las tenues luces de la calle. Rigo lo entendió. Se dispuso salir. Pero antes sopló un gesto al aire: un beso que, atravesando la casa, acabaría por aterrizar en la mejilla de Karym; quien luego de tanto sacudirse entre sábanas buscando calma, lograría quedarse dormida.
Rigoberto atravesó la ventana. La noche apenas empezaba.
La brisa sonaba como un canturreo de mar en las hojas de la vegetación que poblaba la finca, como si se tratase de un lenguaje natural, presto a ser descifrado por cualquiera que tuviese la correcta atención. Rigo extrañó la sensación de caminar por aquellos predios que habían sido tan suyos, tan familiares como sus propios pies; aunque ahora ambos hubiesen cambiado tanto, la misma añoranza le unía a ellos.
Bajo la luz de la luna, la finca daba la impresión de ser la misma, y casi lo era.
Frente a Rigo aparecieron de golpe imágenes. Eventos ocurridos en distintos tiempos pasados desfilaban como proyecciones. De momento veía camiones pasar, llevando el producto del trabajo de tantos, y con ellos sus sueños y anhelos. Más adelante se vio a sí mismo, caminando de un lado a otro, dando sonrisas y llamando la atención según el caso lo ameritase.
Algo dentro de él se enternecía mientras las escenas se sucedían. Cesaban los recuerdos que acababa de ver, e iniciaban otros a escasos metros, como funciones itinerantes de alguna especie de feria, donde él parecía ser el único espectador.
Rigo contemplaba con una mezcla de asombro y desconcierto. Poco a poco el ritmo de las imágenes se hacía más rápido; parecía de repente volverse un carrusel averiado, que aceleraba más y más, vuelta tras vuelta. La luna sobre él daba paso al sol, el sol se ocultaba para dejar espacio a una luna que ahora menguaba, y luego otro sol y otra luna, una y otra vez. Día y noche se sucedían vertiginosamente sobre la bóveda celeste, dándole a Rigo la impresión de estar en una especie de domo y, de alguna forma, sintiéndose observado.
-Vergación, van a joder el bombillo de tanto prende y apaga -exclamó gritando al viento.
Un sonido aterrador pareció responder a lo lejos. Sonaba como algo a medio camino entre animal agonizante y risa ominosa de alguna cosa que distaba largo trecho de ser humana. Rigo agradeció no tener más muerte a la cual temer. Agradeció -envalentonado- también a aquél sonido, que de alguna forma lo sacaba del sopor de las imágenes y lo traía de vuelta al sendero que en un principio lo había llevado hasta allí: había una sombra que encontrar.
Su mirada barrió el horizonte frente a él. De izquierda a derecha, nada salvo el pasto verde bordeado por las palmas. Repitió la acción de derecha a izquierda. Una figura se levantaba a lo lejos, como esperando a ser notada. Rigo observó con detenimiento. Aún sin ser capaz de distinguir un rostro en la oscuridad, supo que aquello -fuese lo que fuese- estaba sonriendo. Sus dientes -por ponerle un nombre al amasijo de huesos informes que ocupaban su boca- rechinaban lo suficiente para hacerse escuchar en la distancia.
Casi oyó también los cuatro movimientos de su brazo al alzarse, empezando por el codo, y terminando en un dedo delgado y torcido, que se estiraba señalando un punto en el horizonte, invitando a observar.
La escena en la lejanía distaba mucho de las que había visto antes. Un brillo especial la iluminaba, conteniéndola en un orbe que resaltaba en hectáreas verdes extendidas a su alrededor. De alguna manera, dentro resplandecía un sol de atardecer, aunque afuera reinase la noche.
Rigo empezó a correr lo más rápido que pudo, notando de reojo cómo la sombra procuraba adelantarle el paso a lo lejos. Cuando ya se encontraba próximo al orbe, pudo empezar a distinguir lo que ocurría dentro. En un estacionamiento de la empresa, los trabajadores se agolpaban expectantes: la confusión iba ganando terreno entre ellos, notoria en las caras de preocupación y los tonos de voces que se entremezclaban, todos alarmados.
Las personas nada notaban del mundo fuera del orbe. Había en él una realidad suspendida, casi aislada en su totalidad, salvo por el caos que adentro ganaba terreno conforme la sombra se acercaba, aún tronando sus dientes. Cuando ya estuvo casi en frente, dispuesto a entrar, Rigo no pudo más que observar cómo la sombra se tendía de golpe en el suelo, transfigurándose en un cuerpo serpenteante y alargado, que se desplazaba mucho más rápido de lo que Rigo hubiese podido avanzar.
La sombra empezó a rodear el orbe, dibujando un círculo a su alrededor. Al toparse con el fin de su propia figura, parecía dispuesta a engullirse a sí misma. El caos adentro se alzaba hacia su dantesco esplendor. Miradas confundidas se intercambiaban, Rigo escuchaba frases de temor y desaliento. La sombra reptiliana mordía su propia cola, como adentro los trabajadores mordían sus labios angustiados, mientras personas armadas procedían a tomar la empresa por la fuerza.
Casi por completo se sintió invadido por la ira.
-¡Qué vaina es esta! -exclamó Rigo frente al orbe.
La entidad que lo bordeaba creció. Más gritos se escuchaban conforme se ensanchaba.
-¡Déjame pasar, coño! ¡Esto es una injusticia!- gritaba Rigo a la entidad.
Ésta continuó sin inmutarse, girando en un movimiento ininterrumpido; haciéndose más grande, como si amenazara con bloquear la vista de lo que se sucedía tras ella. Ningún movimiento de aquél ser podía causarle tanto horror como lo que ocurría en el orbe que bordeaba. Crecía su desespero, danzaba el caos, crecía la sombra.
Cubierto del dolor que su corazón vertía, casi sin aliento ya, cayó de rodillas con el mentón tocando su pecho. Rigo comenzó a orar.
-Padre, no permitas que esto ocurra. ¡Por favor! Protege a mi familia, protege a mis hermanos, protege a los trabajadores. ¡Vos sabéis la verdad, vos sois la verdad! Vos sabéis el amor que hay aquí.
Detrás de sus lágrimas, la sombra parecía más pequeña; los invasores y su armamento se hacían borrosos. Al caer, una de sus lágrimas iluminó un sendero estrecho hacia adelante. Al verla avanzando, resplandeciendo, Rigo sintió una certeza tibia crecer en su pecho. Entonces todo se hizo claro. Las palabras brotaron de su boca como predestinadas desde el principio de los tiempos.
-Yo amo a esta gente. Yo amo a mi familia, todos son parte de ella. Esta tierra es amor, y en amor soy esta tierra. Y estaré por siempre en ella, latiendo en sus campos, reverdeciendo en los corazones de mi gente.
De no ser por el surco que rodeaba el orbe, Rigo juraría que jamás hubo ahí sombra alguna reptando. Adentro tampoco había rastro de armas, ni caos, nada salvo el entusiasmo expectante de los trabajadores. Rigo entendió que esperaban por él. Sonrió y acortó la distancia que le separaba de ellos.
Apenas atravesó el orbe, sintió una brisa fresca. María Teresa sonreía junto a los demás trabajadores. A Rigo le bastó cruzar miradas con ella para entender lo que estaba ocurriendo. Supo que estaba en su sueño, que ella le soñaba. Que soñándolo tendía un puente atravesando tiempo y muerte, como sólo pueden hacerlo los sueños y el amor.
María Teresa no sabía que estaba soñando, y Rigo no se preocupó en hacérselo saber. Ya lo entendería al despertar. Lo recordaría, y con eso bastaba.
Los trabajadores aplaudieron al verlo acercarse. Repartió abrazos a cada uno, prolongando en especial el de María Teresa.
-“Vamos bien, muchachos. Vamos bien en este nuevo proyecto”.
Los rostros de todos eran espejos que replicaban la misma alegría, la misma sonrisa.
Rigo cerró los ojos y sintió la calma en todo su ser entrando con el aire. Respiraba. En el sueño de María Teresa, volvía a respirar.
Cuando abrió los ojos, habían desaparecido ya todos a su alrededor.
Se paseó por los predios de la empresa, regocijándose en sus formas, en sus colores. Todo tenía un sabor premonitorio. Incluso aquella silla a lo lejos parecía un presagio entre las palmas. Se preguntó qué hacía allí todavía. Pero, mientras se adentraba en el sendero que conducía a los sembradíos de palma, la respuesta apareció boca abajo, en la forma de un cuerpo tendido en el suelo.
Se acercó ya sin dudas, levantó el cuerpo de aquel hombre sin esfuerzo alguno y lo sentó en la silla. Abrió los ojos violentamente apenas su cuerpo tocó el espaldar. Era bastante mayor, pero sus ojos reflejaban la incertidumbre de un niño que despierta aterrado de una pesadilla.
Rigo posó su mano en el hombro del viejo.
-Tranquilo, no intentes entenderlo todavía. Respira, poco a poco. Eso… Tranquilo, no te levantes ¿Cuál es el apuro?… Dale tiempo, aquí de eso tenemos de sobra, Papi.

Me encanta ! Estoy intrigada!
Que bello, excelente traducción, se le pone el corazón arrugadito imaginando todo con solo cerrar los ojos